sábado, 29 de marzo de 2008

Tanguito - rubén Leva

Y ahí estás, paladeando, saboreando junto a tu café, cada gota del licor amargo de la melancolía y el rencor. Melancolía resbalando sobre el vidrio empañado de la ventana del bar, sobre el asfalto negro manchado de tormenta, sobre el neón irreverente destellando en la vereda con su desvergüenza verde y amarilla, sobre la boba pantalla indiferente. Rencor elevándose en humo descompuesto de dolor, humo que hace lagrimear, lágrimas quemando las mejillas, mejillas ardientes de impotencia y rabia, rabia tensando los labios, rechinando los dientes con un ruido feroz, ruido como el del bondi que justo frenó en la esquina, como el freno del bondi del que baja ella, ella que cierra el paraguas y que abre la puerta vaivén y que se sienta frente a vos y dice hola ¿ y ahora qué te pasa, Julián? y vos que la mirás, que te quedás mirándola con los ojos chiquititos, chiquitos los ojos como los de un japonés, pero no como los ojos de un japonés cualquiera sino como los de un japonés tanguero, cámara en mano en Corrientes y Esmeralda preguntando por Rivero, un japonés inerme, un japonés des-orientado en occidente, entonces, recién entonces, apagás el pucho en el cenicero de lata propaganda de Cinzano, alzás la frente ya marchita por años de amargura y decepción y recuperando el coraje de varón que Dios te dio la mirás, la mirás desenvainando sin piedad la katana de tus negras pupilas asesinas y decís decapitando las palabras: perdimos dos a cero. La puta que los parió a esos brasucas del carajo.

viernes, 28 de marzo de 2008

Argentina, ahora y siempre (Máximas para Merceditas by Mariano Guzmán)

· Sin una buena idea, sin al menos una aproximación a esta, resulta imposible determinar algo.
· No puedo pretender certidumbres donde sólo existen certezas.
· Identificar posibilidad y acto es tan errado como licuar hechos con fragmentos.
· El primer error, creer. El segundo, confiar. Negar el desastre es el primer error.
· Los gatos hacen todo a lo grande
· Evaluar: acción pasiva que consiste en poner orden numérico a cualquier todo previsto.
· El tercero, confirmar. El cuarto, insistir.
· La duda como método: el síntoma neurótico.
· La pretensión revolucionaria: paradigma del taco perdido.
· Un accidente no es como a simple vista puede pensarse un acto arbitrario, algo sin antecedentes y sin consecuencias. Un accidente responde a un esquema sin fisuras perfecto, anticipable, previsible, único, y por tanto adjudicable.

> by Mariano Guzmán

jueves, 27 de marzo de 2008

Textos sueltos

“Los humanos no debieron hallar dónde colgar su exceso de palabras de amor (pues no es fácil quererse entre humanos, se está demasiado cerca). Entonces inventaron a Dios y también fragmentos del mundo, paisajes, a quien decir mañana y tarde su pura afirmación en forma de: ¡Qué hermoso! Hace un hermoso día… y parece que agradecieran al “paisaje” que cuelgue sus palabras de amor, que son mucho más peligrosas dichas al vecino …Pero es una larga historia” (D. sibony)
Yo agregaría que toda historia es larga, algún instante recuerdo y el tedio la memoria.

> by Mariano Guzmán

La parte líquida del mundo

Lo mío no es ni aversión ni conducta adquirida por hábitos extravagantes.
Los he visto pasearse en cuanto acuario he visitado y cada vez que en mis innumerables travesías oceánicas los he encontrado.
En todas sus formas y tamaños, colores y texturas, me han parecido seres admirables.
Durante el diluvio universal han sido privilegiados y su territorio nos sigue siendo vedado.
No tengo nada en contra de los peces, pero admitámoslo de una vez y para siempre:
No es posible abrazarlos, y con esto todo queda dicho.

> by Mariano Guzmán

miércoles, 26 de marzo de 2008

Zambita urbana

La paloma de tu pañuelo volando en la azotea de la torre, viditay. Tu pañuelo cortando el añil, mordiendo el sol del veinticinco con su pico desdentado, tu pañuelo que chupa goloso la savia mineral del cemento desarmado por tus pies que resbalan sobre fusas y corcheas. Sutil zarandeo de caderas filtrando en su cedazo el aire intoxicado de gasoil, contaminado del aroma foráneo de hamburguesas con jamón, nostálgico de autóctonos olores de empanadas, mazamorra y locro con humita. Pero la azotea no es como la Puna, viditay, ni cintura cósmica del sol, ni cerro de siete colores ni tren que te lleve a las nubes y a su auténtico pastor, está el río, eso sí, ese brazo de la luna que rejunta pero, la verdad que da más pal chamamé que pa la zamba, con perdón. Ni el 25 de mayo te puede rescatar, pero la pucha, mirá, si, en un capricho del tiempo, 20 de junio amaneciera la bandera más larga del mundo verías desfilar, bandera cosida, remendada y pegada por auténticas manos rosarinas, laboriosas manos argentinas, sarmentosas las manos belgranianas, abnegadas las manos, manos pobladas de arrugas como cicatrices de caricias perdidas. ¿No escuchas el batir de los pedales de las Singer? ¿No es ese batir como el pulso de la patria, el pulso valeroso de una nación indómita que contra los realistas se alza en armas? Eso es esta bandera que se expande hacia el infinito implacable como el universo, por eso la tenemos más larga, he ahí el portento de la inventiva nacional, la imaginación que, algún día, a no dudarlo, nos llevará al poder, al latin power que sustituirá al complaciente latin lover, ya verás. Y digo yo, ¿no será, justamente, que por tanto luchar con los realistas es que nos hemos vuelto tan imaginativos? Sin embargo, no lo olvides, la azotea no es como la Puna, viditay, para qué nos vamos a engañar. Después de todo, los realistas están ahí, no totalmente derrotados. ¿No es acaso una señal de alarma que, en el colmo de la contradicción, terminemos nuestra zamba con ese inocultable mohín monárquico del giro y la coronación?

viernes, 21 de marzo de 2008

Lo Perecedero

XCV

LO PERECEDERO (*)

1915 (1916)

HACE algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta [*] que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, parecíale carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado.

Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo.

Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado claramente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto; por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización.

Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. Manifesté, pues, mi incomprensión de que la caducidad de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra existencia vemos agotarse para siempre la belleza del humano rostro y cuerpo, mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche. Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo.

Aunque estos argumentos me parecían inobjetables, pude advertir que no hacían mella en el poeta ni en mi amigo. Semejante fracaso me llevó a presumir que éstos debían estar embargados por un poderoso factor afectivo que enturbiaba la claridad de su juicio, factor que más tarde creí haber hallado. Sin duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de lo bello. La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea de su índole perecedera.

Al profano le parece tan natural el duelo por la pérdida de algo amado o admirado, que no vacila en calificarlo de obvio y evidente. Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema, uno de aquellos fenómenos que, si bien incógnitos ellos mismos, sirven para reducir a ellos otras incertidumbres. Así, imaginamos poseer cierta cuantía de capacidad amorosa -llamada «libido»- que al comienzo de la evolución se orientó hacia el propio yo, para más tarde -aunque en realidad muy precozmente-dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos explicarnos -ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto- por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo.

La plática con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió a la guerra. Un año después se desencadenó ésta y robó al mundo todas sus bellezas. No sólo aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y artistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre sí. La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una educación multisecular. Cerró de nuevo el ámbito de nuestra patria y volvió a tornar lejano y vasto el mundo restante. Nos quitó tanto de lo que amábamos y nos mostró la caducidad de mucho que creíamos estable.

No es de extrañar que nuestra libido, tan empobrecida de objetos, haya ido a ocupar con intensidad tanto mayor aquellos que nos quedaron; no es curioso que de pronto haya aumentado nuestro amor por la patria, el cariño por los nuestros y el orgullo que nos inspira lo que poseemos en común. Pero esos otros bienes, ahora perdidos, ¿acaso quedaron realmente desvalorizados ante nuestros ojos sólo porque demostraran ser tan perecederos y frágiles? Muchos de nosotros lo creemos así; pero injustamente, según pienso una vez más. Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, simplemente porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad. Cabe esperar que sucederá otro tanto con las pérdidas de esta guerra. Una vez superado el duelo, se advertirá que nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Volveremos a construir todo lo que la guerra ha destruido, quizá en terreno más firme y con mayor perennidad.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)