viernes, 16 de mayo de 2008

Elogio de la mortalidad

El sexo está íntimamente relacionado con la muerte, Cacho. Esto es algo que no nos gusta pensar pero es así, si no ¿para qué cuernos serviría la reproducción, eh, ¿me querés decir? Más aún te digo, hermano, si fuéramos inmortales y, al mismo tiempo, mantuviéramos la capacidad de reproducirnos ¿dónde carajo nos meteríamos, eh? No habría planeta que aguante, qué digo planeta, ni siquiera habría universo que aguante, otra que universos paralelos, cuarta dimensión ni qué ocho cuartos. Ahora anda circulando una fábula de la inmortalidad que algunos pelotudos, esos, no sé si vos los conocés, los de la secta vegetariana de los Perennes, andan repitiendo por ahí: los organismos unicelulares que se reproducen por división simple no dejan restos mortales, dicen, como si hubieran descubierto la pólvora, fijate vos. Volvamos a la simplicidad de la célula única, muerte al colonialismo de los multicelulares, viva la inmortalidad, repiten enajenados. Pero, digo yo Cacho, no sé, a lo mejor peco de ingenuo, pero ¿por eso son inmortales? Bueno, está bien, te lo concedo, ponele que lo sean, pero, aún en ese caso ¿quién va a ser el boludo que quiera ser una ameba, me querés explicar, hermano? Dónde quedaría nuestro bienamado erotismo, dónde los besos, dónde la primera mamada en la teta de nuestra madre, dónde la primera franela adolescente en algún zaguán ignoto (o dónde sea que a cada uno le toque tener esta experiencia, de acuerdo a la generación a la que pertenezca), dónde se meterían los mecánicos las fotos de minas en bolas que cuelgan en las paredes de los talleres, ¿eh? Dónde, me querés decir. No Cacho, a mí dejame con la vida finita. Finita porque tiene fin, pelotudo, no porque sea delgadita, a la vida yo la quiero bien gorda, voraz, insaciable, pantagruélica, nada de dietética, bulímica ni, mucho menos, anoréxica. Así que, ojo Cacho, mirá que andan sueltos y haciendo promesas fáciles, no te dejés engañar, macho.

jueves, 24 de abril de 2008

Los Grandes Transparentes

Una vez, hace ya más de ocho años, hablé de un tal Haider. Corintio Gobernante Austríaco que pecó de profesar públicamente su fe nazi. Fue considerado en su momento como un peligro para la humanidad.

Transcribo ciertos fragmentos que considero de utilidad para quien quiera leerlos.

“Yo nací un primero de agosto, soy argentino de nacimiento, extremo por reputación e indolente por vocación. Cuando me piden que escriba acerca de este hombrecillo recuerdo inicialmente que casi 135.000 alemanes fueron horneados en el bombardeo aliado a Dresde y que millones de judíos se quemaron al compás de la llamarada apocalíptica de la solución final, ante la anodina mirada de la amable familia humana.

Un gobernante israelí enunció hace poco: hombre por hombre, niño por niño. Estados Unidos construye en su frontera el muro más moderno. Barrios turcos arden en París.

Arendt ha explicado hasta el hartazgo que el mal, mal que nos pese, resulta siempre banal. Y Él, como tantos otros, son grandes cretinos, pero lo que importa es su creencia en la verdad, seguir adelante.

Y la historia, con las trampas tendidas desde el recuerdo y sólo disimuladas por el relato nos vuelve a decir: los muertos no son todos iguales.

Hablar de Él es una perspectiva nauseabunda, un ocultamiento aceptable de las atrocidades diarias. Si en mí estuviese les repetiría, en el sentido más profundo de repetir, que si quieren combatir el verdadero horror, no lo busquen en Él.

Demócratas Semanales procrean cotidianamente Gaza, Kosovo, Barrio Las Flores… y es Él, confeso brutal, quien les resulta absolutamente necesario; su ingenuidad, su torpe frecuencia.

Ël nunca ocultó sus debilidades cantoras, y no es más que el apetitoso ingrediente para que los Verdaderos Cocineros de nuestro presente guisen con la cuchara de la democracia lo que Éste Pequeño Niño Cantor interpretó fuera de tiempo y armonía.

Digo: hasta nuevo aviso solo tenemos una vida. ¿No será entonces el momento exacto para comenzar a ver con los oídos? Acto inaugural si lo hay, que me hace decirles, cuando uno está muerto, está muerto. Piensen en ello en cuanto puedan.”


> by Mariano Guzmán

martes, 8 de abril de 2008

La Angustia

La Angustia (ese sentimiento que nos ahoga y paraliza)

Una sensación de asfixia, el corazón cabalgando descontrolado, un estrechamiento de la garganta, un temblor incontrolable, un extrañamiento frente al propio cuerpo, la sensación de muerte inminente (como dicen los Manuales) nos acorrala, nos inhibe, nos desespera. De golpe el mundo se ha hecho extraño y ajeno, ya no podemos habitarlo con la tranquilidad con que solíamos hacerlo y hasta nuestras tareas cotidianas más comunes, aquellas que podíamos hacer sin ningún esfuerzo y casi sin pensar, se tornan imposibles. Tenemos que salirnos del mundo, buscamos ayuda, auxilio, que alguien venga y se haga cargo de nosotros. Pero qué es esto, a qué le tememos, ¿es miedo? Sin embargo, el miedo siempre tiene un objeto, es un miedo a algo, en cambio esto no, es un vacío, un estado de expectación frente a algo que va a suceder y que no se sabe qué es. Este es el ataque de angustia, el viejo y conocido ataque de angustia hoy rebautizado como ataque de pánico. En la angustia esperamos algo con la luz amarilla encendida. Estamos en un estado de alerta ante ese algo que aparece como un peligro desconocido.
La angustia está ligada a la neurosis y sobre todo a la fobia, sin duda. Sin embargo, la fobia no es la angustia, es la defensa frente a la angustia. Una vez que ella se ha constituido opera como un puesto de avanzada, un batallón que debe dar la voz de alerta, protegernos de la angustia. La fobia sí tiene un objeto específico al que se busca evitar y, esta sería su ventaja, siempre que se lo evite se evita también el desarrollo de angustia. Por ej. Si le tengo fobia a las palomas siempre que no las encuentre en mi camino evitaré la angustia. Habrá que despalomizar el mundo, entonces, para vivir feliz, dirán ustedes. Error. La fobia parcializa el mundo, crea nuevas fronteras, lugares por donde no se puede circular, situaciones que, a toda costa, se deben evitar. Genera inhibiciones que pueden llegar a ser de tal gravedad que impidan un desempeño mínimamente normal. El sujeto paga con el sufrimiento que le causa el síntoma (fobia) el precio de evitar la agonía de la angustia. Por eso, eliminar la fobia tratándola como si fuera una enfermedad en sí misma, es exponerse a su resurgimiento y, en el mejor de los casos, al desplazamiento del síntoma y la aparición, por ej., de una nueva fobia. Por eso el psicoanálisis no propone el tratamiento del síntoma, porque entiende que él no es la “enfermedad”. Alcanzar la verdad del sujeto a través del análisis es una posibilidad de liberarse de la angustia neurótica que inhibe y dificulta, a veces gravemente, la vida.

miércoles, 2 de abril de 2008

Una leyenda Caucásica

Con vos puedo hablar tranquilo, creo. Me parece que no sos un pasajero común, no sé, me inspirás confianza. Desde que subiste y te sentaste ahí atrás con tu maletín de carpincho sobre las rodillas y esos anteojos negros espejados me dije: éste es de los míos. Porque ciertas cosas no se pueden hablar con cualquiera, ¿te das cuenta?
Yo no creo en los grises, ¿sabés? Para mí, blanco o negro, macho o hembra, pato o gallareta. Esto lo tengo mucho más claro ahora, desde que desembarqué en estas playas, me compré un taxi y escucho Radio Diez. Es verdad que antes era más flexible, un tipo solidario, preocupado por el bienestar de la humanidad, lo que se dice un filocomunista. Pero después de lo que me pasó… Ya no me importa lo que digan Platón y todos los zurditos intelectuales que le siguieron. Yo no me la creo más. ¿Sabés adónde pueden meterse la República, la plusvalía, el inconsciente y todas esas boludeces?
Sin embargo, te digo la verdad, el problema, el verdadero problema no lo tuve con Platón y sus seguidores sino con Zeus. Ah, veo que te llama la atención, claro. Dejame que te explique. Yo, antiguamente, vivía en Grecia, en los arrabales del Olimpo y mi vieja… perdón ¿tu madre vive?, me alegro por vos, loco, cuidala bien. Como te decía, a mí esto me pasó por no hacerle caso. Viste que la vieja te bate siempre la justa, cuidate nene, me decía ella, tenés que ser más respetuoso con los mayores y, sobre todo, no te metás en política. ¡Ojo con los poderosos! Si la hubiera escuchado… Pero nada me gustaba más que joderlo al fanfarrón de Zeus, cosas de pibe ¿viste? Hasta que un día se calentó y, para vengarse, ese hijo de una gran Rea, les quitó el fuego a mis amigos humanos. Entre paréntesis, no sé si vos lo sabías pero, aunque ande por allí amenazando con un rayo, siempre fue un marica. ¿Acaso no anduvo con el pendejo ese de Ganímedes? Sin embargo, lo que de veras me jodió no fue tanto su mariconería, en esa época hubiera podido tolerarlo, sino, como te dije, lo de privar del fuego a los humanos.
Yo no tengo hijos ¿sabés? y en ese entonces los hombres eran un poco como mis hijos, tan es así que algunos me achacan su creación, pero no es verdad. El que quiera saber sobre eso que le pregunte a Darwin. No aconsejo recurrir a los dioses porque de ellos estoy muy decepcionado. La verdad es que los humanos eran más bien como mis mascotas y la cuestión fue que se me empezaron a morir de frío ¿te das cuenta? ¿Con quién iba a jugar ahora? Yo siempre fui un tipo cálido, un buen tipo, un tipo sociable y en mi juventud, además, tenía ansias de justicia, ¿qué podía hacer sin amigos? Así que un día pensé: má sí, yo me juego, y haciendo acopio de toda mi sangre fría lo encaré a Helio. ¿Tenés fuego, macho? le pregunté, mientras con el índice de la mano derecha señalaba el faso colgado cancheramente de mis labios. Cuando el tipo sacó el carusita se lo afané de un manotazo a lo Fillol y salí rajando. Después fue cuestión de devolvérselo a los hombres pero, eso sí, con una recomendación: muchachos, no hagan bandera, no hagan olas, ocúltenlo por un tiempo, úsenlo sólo en las cuevas, cocínense un guisito, un asadito de vez en cuando por qué no, pero no alardeen ¿comprenden? ¿Y qué hicieron los botones estos? Encendieron antorchas y fogatas a todo lo largo y lo ancho de la Tierra. Te juro que ahora, cada vez que manejando el tacho me encuentro con un piquete y veo a esos villeros prendiendo fuego a las gomas de camión, me acuerdo de lo que hice y me quiero matar. Pero bueno, el caso es que la bronca de Zeus fue tremenda. Debe haber sido por ese asunto de la ira divina, ¿viste? Esa bronca acabó con mi religiosidad te digo, no sé, me desilusioné, este cabrón no se banca una joda, pensé. Por eso me hice católico (yo antes era muy creyente, te juro).
La cuestión fue que el tipo no tuvo mejor idea que mandar una mina para vengarse de mí y de la humanidad. Está claro que yo no me la iba a comer (¡a éste varón!) Pero como tengo un hermano medio boludo fui y le dije: Epimeteo ¡Ojo con esa mina! Mirá que te va a dorar la píldora, te lo digo de onda. Pero el muy opa insistía en que podía ganarse el pan para los dos y con que mirá qué lindos ojos tiene, qué linda boquita, qué lindas piernitas, qué lindas tetitas, qué linda cajita, qué habrá adentro de la cajita, me intriga la cajita… y al final la abrió nomás. Como diría mi viejo, que era un sabio: ¡qué flor de pelotudo! Y allá fueron todas las desgracias recién inauguradas volando libres por el aire con mucho donaire. Un poquitín de viruela por acá, algo de lepra por allí, alguna que otra guerrita acullá, en fin… Hasta se guardó la esperanza el muy hijo de puta de Zeus. Aunque no sé, mirá, capaz que es mejor vivir sin esperanza, ¡para lo que hay que ver! A mí me clavó junto a un abismo del Cáucaso y me mandó a un pajarraco amante del paté para que se entretuviera con mi hígado. Menos mal que después vino Heracles y me liberó. Un amigazo el grandote. Pero eso sí, Zeus me obligó a llevar este anillo hecho de la piedra en la que estuve atado. Mirá, ¿lo ves? Es chiquito, pero no sabés lo que pesa. Es que el tipo no da puntada sin hilo. Así sabrás quién manda, me dijo. ¡Cada vez que lo miro me da una bronca! Te juro que sueño con volver al Olimpo al sólo efecto de mearles el asadito de los jueves a esos atorrantes de los dioses.
De yapa, ya lo ves, vino el exilio en estas ignotas pampas tercermundistas y los pocos mangos que me quedaban del asunto de la patente del fuego se me fueron en el taxi y el bulo de La Boca. ¡Menos mal que todas las noches puedo ver a Tinelli!

sábado, 29 de marzo de 2008

Tanguito - rubén Leva

Y ahí estás, paladeando, saboreando junto a tu café, cada gota del licor amargo de la melancolía y el rencor. Melancolía resbalando sobre el vidrio empañado de la ventana del bar, sobre el asfalto negro manchado de tormenta, sobre el neón irreverente destellando en la vereda con su desvergüenza verde y amarilla, sobre la boba pantalla indiferente. Rencor elevándose en humo descompuesto de dolor, humo que hace lagrimear, lágrimas quemando las mejillas, mejillas ardientes de impotencia y rabia, rabia tensando los labios, rechinando los dientes con un ruido feroz, ruido como el del bondi que justo frenó en la esquina, como el freno del bondi del que baja ella, ella que cierra el paraguas y que abre la puerta vaivén y que se sienta frente a vos y dice hola ¿ y ahora qué te pasa, Julián? y vos que la mirás, que te quedás mirándola con los ojos chiquititos, chiquitos los ojos como los de un japonés, pero no como los ojos de un japonés cualquiera sino como los de un japonés tanguero, cámara en mano en Corrientes y Esmeralda preguntando por Rivero, un japonés inerme, un japonés des-orientado en occidente, entonces, recién entonces, apagás el pucho en el cenicero de lata propaganda de Cinzano, alzás la frente ya marchita por años de amargura y decepción y recuperando el coraje de varón que Dios te dio la mirás, la mirás desenvainando sin piedad la katana de tus negras pupilas asesinas y decís decapitando las palabras: perdimos dos a cero. La puta que los parió a esos brasucas del carajo.

viernes, 28 de marzo de 2008

Argentina, ahora y siempre (Máximas para Merceditas by Mariano Guzmán)

· Sin una buena idea, sin al menos una aproximación a esta, resulta imposible determinar algo.
· No puedo pretender certidumbres donde sólo existen certezas.
· Identificar posibilidad y acto es tan errado como licuar hechos con fragmentos.
· El primer error, creer. El segundo, confiar. Negar el desastre es el primer error.
· Los gatos hacen todo a lo grande
· Evaluar: acción pasiva que consiste en poner orden numérico a cualquier todo previsto.
· El tercero, confirmar. El cuarto, insistir.
· La duda como método: el síntoma neurótico.
· La pretensión revolucionaria: paradigma del taco perdido.
· Un accidente no es como a simple vista puede pensarse un acto arbitrario, algo sin antecedentes y sin consecuencias. Un accidente responde a un esquema sin fisuras perfecto, anticipable, previsible, único, y por tanto adjudicable.

> by Mariano Guzmán

jueves, 27 de marzo de 2008

Textos sueltos

“Los humanos no debieron hallar dónde colgar su exceso de palabras de amor (pues no es fácil quererse entre humanos, se está demasiado cerca). Entonces inventaron a Dios y también fragmentos del mundo, paisajes, a quien decir mañana y tarde su pura afirmación en forma de: ¡Qué hermoso! Hace un hermoso día… y parece que agradecieran al “paisaje” que cuelgue sus palabras de amor, que son mucho más peligrosas dichas al vecino …Pero es una larga historia” (D. sibony)
Yo agregaría que toda historia es larga, algún instante recuerdo y el tedio la memoria.

> by Mariano Guzmán

La parte líquida del mundo

Lo mío no es ni aversión ni conducta adquirida por hábitos extravagantes.
Los he visto pasearse en cuanto acuario he visitado y cada vez que en mis innumerables travesías oceánicas los he encontrado.
En todas sus formas y tamaños, colores y texturas, me han parecido seres admirables.
Durante el diluvio universal han sido privilegiados y su territorio nos sigue siendo vedado.
No tengo nada en contra de los peces, pero admitámoslo de una vez y para siempre:
No es posible abrazarlos, y con esto todo queda dicho.

> by Mariano Guzmán

miércoles, 26 de marzo de 2008

Zambita urbana

La paloma de tu pañuelo volando en la azotea de la torre, viditay. Tu pañuelo cortando el añil, mordiendo el sol del veinticinco con su pico desdentado, tu pañuelo que chupa goloso la savia mineral del cemento desarmado por tus pies que resbalan sobre fusas y corcheas. Sutil zarandeo de caderas filtrando en su cedazo el aire intoxicado de gasoil, contaminado del aroma foráneo de hamburguesas con jamón, nostálgico de autóctonos olores de empanadas, mazamorra y locro con humita. Pero la azotea no es como la Puna, viditay, ni cintura cósmica del sol, ni cerro de siete colores ni tren que te lleve a las nubes y a su auténtico pastor, está el río, eso sí, ese brazo de la luna que rejunta pero, la verdad que da más pal chamamé que pa la zamba, con perdón. Ni el 25 de mayo te puede rescatar, pero la pucha, mirá, si, en un capricho del tiempo, 20 de junio amaneciera la bandera más larga del mundo verías desfilar, bandera cosida, remendada y pegada por auténticas manos rosarinas, laboriosas manos argentinas, sarmentosas las manos belgranianas, abnegadas las manos, manos pobladas de arrugas como cicatrices de caricias perdidas. ¿No escuchas el batir de los pedales de las Singer? ¿No es ese batir como el pulso de la patria, el pulso valeroso de una nación indómita que contra los realistas se alza en armas? Eso es esta bandera que se expande hacia el infinito implacable como el universo, por eso la tenemos más larga, he ahí el portento de la inventiva nacional, la imaginación que, algún día, a no dudarlo, nos llevará al poder, al latin power que sustituirá al complaciente latin lover, ya verás. Y digo yo, ¿no será, justamente, que por tanto luchar con los realistas es que nos hemos vuelto tan imaginativos? Sin embargo, no lo olvides, la azotea no es como la Puna, viditay, para qué nos vamos a engañar. Después de todo, los realistas están ahí, no totalmente derrotados. ¿No es acaso una señal de alarma que, en el colmo de la contradicción, terminemos nuestra zamba con ese inocultable mohín monárquico del giro y la coronación?

viernes, 21 de marzo de 2008

Lo Perecedero

XCV

LO PERECEDERO (*)

1915 (1916)

HACE algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta [*] que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, parecíale carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado.

Sabemos que esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego. Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo amenace aniquilarlo.

Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado claramente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto; por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización.

Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. Manifesté, pues, mi incomprensión de que la caducidad de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra existencia vemos agotarse para siempre la belleza del humano rostro y cuerpo, mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche. Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es independiente de su perduración en el tiempo.

Aunque estos argumentos me parecían inobjetables, pude advertir que no hacían mella en el poeta ni en mi amigo. Semejante fracaso me llevó a presumir que éstos debían estar embargados por un poderoso factor afectivo que enturbiaba la claridad de su juicio, factor que más tarde creí haber hallado. Sin duda, la rebelión psíquica contra la aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de lo bello. La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos, tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les habría de ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea de su índole perecedera.

Al profano le parece tan natural el duelo por la pérdida de algo amado o admirado, que no vacila en calificarlo de obvio y evidente. Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema, uno de aquellos fenómenos que, si bien incógnitos ellos mismos, sirven para reducir a ellos otras incertidumbres. Así, imaginamos poseer cierta cuantía de capacidad amorosa -llamada «libido»- que al comienzo de la evolución se orientó hacia el propio yo, para más tarde -aunque en realidad muy precozmente-dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar otros objetos como sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos explicarnos -ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto- por qué este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo.

La plática con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió a la guerra. Un año después se desencadenó ésta y robó al mundo todas sus bellezas. No sólo aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y artistas, las esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias que separan a pueblos y razas entre sí. La guerra enlodó nuestra excelsa ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva, desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una educación multisecular. Cerró de nuevo el ámbito de nuestra patria y volvió a tornar lejano y vasto el mundo restante. Nos quitó tanto de lo que amábamos y nos mostró la caducidad de mucho que creíamos estable.

No es de extrañar que nuestra libido, tan empobrecida de objetos, haya ido a ocupar con intensidad tanto mayor aquellos que nos quedaron; no es curioso que de pronto haya aumentado nuestro amor por la patria, el cariño por los nuestros y el orgullo que nos inspira lo que poseemos en común. Pero esos otros bienes, ahora perdidos, ¿acaso quedaron realmente desvalorizados ante nuestros ojos sólo porque demostraran ser tan perecederos y frágiles? Muchos de nosotros lo creemos así; pero injustamente, según pienso una vez más. Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, simplemente porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que conservemos nuestra vitalidad. Cabe esperar que sucederá otro tanto con las pérdidas de esta guerra. Una vez superado el duelo, se advertirá que nuestra elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la experiencia de su fragilidad. Volveremos a construir todo lo que la guerra ha destruido, quizá en terreno más firme y con mayor perennidad.

«Sigmund Freud: Obras Completas», en «Freud total» 1.0 (versión electrónica)